Crónica inesperada de la poética digital

La era digital es reciente, aunque Casio comenzó a marcar la hora con sus relojes digitales en los años 70 del siglo pasado. Al principio, hubo cierta resistencia a llevar en la muñeca –generalmente izquierda— esos artefactos que dictaban la hora con precisión, pero solo bastó con paciencia y tiempo para que se hicieran de uso masivo.

En la década de los 90 las cosas fueron diferentes. Se hablaba sobre lo digital con cierta naturalidad. Sin embargo, el diseñador gráfico y tipógrafo alemán Otl Aicher trató de anteponer y convencer que lo analógico da mayores significados que la precisión que ofrece la información digital.

“La indicación digital da solo un valor”; la “analógica señala una proporción”, sentenció Aicher en el artículo “Analógico y digital”, publicado en 1978, se adelantó unos 15 años a Nicholas Negroponte, fundador y director del laboratorio de medios del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés), al afirmar “que ya no se puede excluir que una técnica digital haga del hombre cada vez más un ser digital”.

El primer libro que publicó Negroponte tiene por título Ser digital y no hay epígrafe, cita o referencia al filósofo alemán de la comunicación visual Otl Aicher, que trató similares búsquedas y conceptos, pero en diferente tiempo. Quizás estriba en que el director del MIT es disléxico y, por tal motivo, no le gusta leer. 

Por aquellos años conocí a un poeta que tenía talento para contar los cuentos de Jorge Luis Borges sin que nadie se aburriera. A veces le pedían que repitiera algún cuento que formaba parte de su repertorio y generalmente los contaba con pequeñas modificaciones, pero siempre había alguien que recordaba palabra por palabra el cuento oído anteriormente y de vez en cuando corregían al poeta.

Él nunca ocultó de dónde sacaba los cuentos y generalmente decía con cierta circunspección el título y en qué libro se podía encontrar. Internet aún usaba pañales, así que los interesados en leerlo lo buscaban en las bibliotecas, lo pedían prestado a quien lo tuviera o, en el mejor de los casos, lo compraban en alguna librería de Sabana Grande o en los pasillos de Ingeniería de la UCV.

Los que conseguían el cuento, al leerlo se sentían decepcionados porque no se parecía al que narró el poeta. Así que los lectores, uno a uno, empezaron a convencerlo de que él era un narrador oral por naturaleza.

La fama del poeta comenzó a ser un problema para su propia producción literaria hasta tal punto que se divulgó que sus textos no se entendían cuando los lectores se enfrentaban a sus escritos. Pero las cosas cambiaban cuando explicaba de qué se trataba lo que escribió. En algunas ocasiones, si lo narraba oralmente, causaba risa contagiosa al punto de que muchos años después decidió convertirse en humorista, pero esto es harina de otro costal.

Pasó el tiempo y cuando tuvo posibilidad de ahorrar, se compró una grabadora digital en donde ensayó grabar sus poemas. Es decir, su pensamiento poético pasaba directamente de su voz a la grabadora. Después lo escuchaba y grababa una y otra vez hasta lograr el poema que hubiera querido escribir.

Entre grabación y grabación y emborronando cuartillas logró concebir el manuscrito de un poemario. No recuerdo si lo llegó a publicar, porque así como a Borges le gustaba la idea de que algún día desaparecería, él jugaba el mismo juego. Solo era cuestión de destino o navajas —esto último, borgianamente hablando—.

Cuando apareció Twitter, una década después, el poeta decidió hacerse de un usuario e intentó generarlo con dos palabras que eran las claves del poema que dictó a la grabadora, pero se encontró con que algún ser digital ya lo había reservado.

Que alguien más tuviese las claves de su poema, que consideraba exclusivo, lo decepcionó; pero al mismo tiempo se enorgulleció. Comprendió que la cosecha no era propia ni ajena, sino múltiple.

En las redes digitales te hacen creer que eres único, pero para demostrarlo, tienes que llegar primero. En la literatura la velocidad es un elemento clave y con frecuencia se desconoce si se está llegando primero. A veces el tiempo devela esta incertidumbre, si es que alguien está tras la pista de alguna literatura.

El poema que expresaba la sensibilidad sobre ciertas dimensiones de lo humano y lo divino, vaya usted a saber a dónde fue a parar, quizás está en algún sima o abismo, aunque prefiero creer que está indeciso en un cruce de caminos desconocidos. 

En la búsqueda constante del poeta por la palabra precisa, paradójica e inesperadamente —poniendo de lado la grabadora—, ¿lo analógico se convierte en digital?

Publicado en LaIguana.TV

Raúl Cazal

Escritor y periodista. Autor de los libros de cuentos El bolero se baila pegadito (1988), Todo tiene su final (1992) y de poesía Algunas cuestiones sin importancia (1994). Es coautor con Freddy Fernández del ensayo A quién le importa la opinión de un ciego (2006). Gracias, medios de comunicación (2018) fue merecedor del Premio Nacional de Periodismo en 2019. Actualmente dirige y conduce Las formas del libro.

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