La Abuela Kueka y la abominación de la conquista

Entre conquistadores te veas

La palabra conquista tiene, en territorio americano, una connotación altamente negativa. Con ella se maquilla de triunfo un exterminio. Así se denomina aún, en muchos textos escolares, a un período, o al menos un capítulo de la historia americana, con el oscuro propósito de ocultar la verdadera acción: la Invasión de un territorio y su sometimiento a través del más cruento genocidio de la historia de la humanidad.

Es por esta razón que, para nuestros pueblos, es difícil, o al menos  se ubica en un segundo plano lejano, relacionar esta palabra, conquista, con estrategias para el amor. La conquista supone imposición, irrespeto y aniquilación de la otredad, extermino de vidas y culturas.

De acuerdo al Diccionario de la Real Academia Española, la del país conquistador, conquistar se refiere a cuatro acepciones:

1. Ganar, mediante operación de guerra, un territorio, población, posición, etc.

2. Ganar, conseguir algo, generalmente con esfuerzo, habilidad, venciendo algunas dificultades. “Conquistar alguna posición social elevada”.

3. Dicho de una persona: ganar la voluntad de otra, atraerla a su partido,

4. Lograr el amor de alguien, cautivar su ánimo.

Desde un punto de vista estricto, lo ocurrido a la ancestral Abya Yala no tiene relación con ninguna de las cuatro acepciones del diccionario. Tal vez la que más se le acerque sea la segunda y sin embargo, lo describe con tal nivel de asepsia  que acaba transformando las atrocidades cometidas en un simple asunto de esfuerzo, habilidad y algunas dificultades que hubo que vencer.

Respecto a la primera de las acepciones, me remite a las clásicas películas bélicas, donde conquistar una colina  se planteaba como una acción estratégica para ganar una batalla, lo que es, efectivamente, una operación de guerra, entendiendo la misma como un conflicto entre dos naciones cuyas diferencias no fueron capaces de resolverse en el ámbito diplomático. En el caso de América, nuestros pueblos originarios nunca se enteraron de que España les estaba declarando la guerra, ni siquiera  tenían idea del motivo o afrenta que causó dicha declaración. Los españoles llegaron a nuestro territorio y lo tomaron como quien va a un supermercado con un pasamontañas y una pistola,  mata a todo el mundo y se proclama dueño del local. Se instala y empieza a vender los productos que allí se ofrecen quedándose con las ganancias ¿Esa acción la podemos considerar como una guerra? Creo que no. Esa acción está probablemente tipificada como un delito. Jamás como una guerra y mucho menos podríamos catalogar el acto como una conquista, un territorio ganado mediante una acción de guerra. Llamemos entonces a las cosas por su nombre. El conquistador (suena reluciente ¿no?) en realidad es un malhechor, un choro dirían en mi barrio. ¿Diego de Losada? Un choro, ¿Francisco Pizarro? Un choro. Hernán Cortez, otro choro.

¿Es la conquista un eufemismo? ¿Qué se oculta tras el mismo? Durante el primer gobierno de Rafael Caldera (1969-1974) se organizó una campaña a la que se le dio el rimbombante nombre de “La Conquista del Sur”. El propósito era poblar la frontera sur del país, ofreciendo, con la promesa de un nuevo Dorado,  facilidades para  todo el que estuviera dispuesto a reubicarse en Santa Elena de Uairén y así, convertir esta pequeña aldea en un desarrollo urbanístico y económico que equilibrara fuerzas para la defensa de la soberanía frente a Boa Vista, una moderna ciudad en medio de la selva del lado brasileño.

Siendo esta iniciativa el plan bandera del gobierno de Caldera, muchos acudieron al llamado, abandonaron sus ciudades y puestos de trabajo y se aventuraron con sus familias con el deseo de iniciar una nueva vida en mejores condiciones económicas. Al final, resultó todo un canto de sirenas. El proyecto urbanístico nunca se concretó y la aldea creció sin un diseño preciso y con una población cuyo espíritu estaba impregnado de ese mal sabor que queda tras reconocer que fueron abandonados a su suerte, víctimas de una estafa, un engaño, una trampa cazabobos. Santa Elena de Uairén se convirtió en una suerte de pueblo forajido  del lejano oeste, lugar de paso de los mineros para saciar allí las necesidades reprimidas durante los largos meses de claustro selvático en busca de oro y diamante.

Apartando la obvia coincidencia que puede encontrarse entre este descalabrado proyecto de aventura y aquel otro de carabelas y galeones atestados de gente común, obligada o voluntaria, que atravesaron la mar océano en busca de fama y riqueza y encontraron un territorio de difícil adaptación y unos pobladores que, en profunda armonía con ese ambiente, se resistían al propósito saqueador de los invasores, vale la pena detenerse en un aspecto más profundo y es el carácter abiertamente neocolonialista del plan calderista, de allí lo coherente de su denominación “La Conquista del Sur”.

Al parecer, para la planificación de este ambicioso plan, no hubo consulta a las comunidades que ancestralmente habitaban este territorio. Eran invisibles, no contaban, por una razón tan elemental como desconcertante: tampoco votaban porque no existían, ¿o no existían porque no votaban? 500 años después del arribo del primer invasor, seguían siendo considerados indignos del apelativo de ciudadanos. Por lo tanto, y al igual que aquellos “conquistadores” el Estado se metió en esas tierras sobre el pedestal del dominador, el que le importa un pito la opinión del otro, el que arrasa sin mirar a los lados. Cual nuevo Pizarro, como si Diego de Losada se hubiera levantado de esa tumba que aún mantiene ¿orgullosamente? la iglesia de Cubiro en las serranías de Lara, y siguiera blandiendo su espada jactanciosa por los suelos de Nuestra América.

30 años después de asumir Caldera esa primera presidencia, concluía su segundo mandato con una acción que, con la intensidad que genera el territorio de lo simbólico, parecía ser el cierre de un ciclo, una asignatura pendiente. La guinda de la torta.

En agosto de 1998 un artista plástico alemán solicitó al Estado venezolano, a través de Inparques, la donación de una piedra para un proyecto artístico. Había un detalle en todo esto, la piedra no era un trozo de mineral cualquiera, se trataba de un objeto sagrado de la comunidad pemón de Santa Cruz de Mapaurí. Se trataba de la Abuela Kueka, un elemento importante de la cosmogonía pemón con enorme significación, no sólo en la dimensión simbólica sino también para el desenvolvimiento de la comunidad, pues los abuelos y las abuelas se comunicaban con ella y con su compañero, el Abuelo Kako, a través del sueño y recibían de ella instrucciones y consejos determinantes para la toma de decisiones en el ámbito productivo y social. Para el pueblo pemón “los Abuelos Kueka y Kako son unos ancianos llenos de sabiduría que orientan a su pueblo en todo lo relacionado con su presente, pasado y futuro” (cito aquí a una de las ancianas de la comunidad que debió trasladarse a Berlín en 2018 para realizar una ceremonia de sanación a la Abuela). Pese a esto,  la donación se hizo efectiva sin consulta ni notificación. Apenas se dio inicio a su remoción, la comunidad dispuso una serie de acciones para impedir su traslado, sin embargo, sus argumentos fueron desatendidos y el presidente Caldera reiteró el acto de donación.

Invisibles para el Estado, los Pemón vieron a la Abuela iniciar un viaje en contra de su voluntad, como siglos atrás partieron centenares de miles de africanos hacia este territorio, sin consentimiento ni consideración alguna. El nuevo conquistador, que décadas atrás había decretado suyo el dominio de ese territorio y habíase hecho construir su fortaleza en Kavanayen, no sólo para tener un espacio para su esparcimiento sino, y sobre todo, para hacer aún más evidente su autoridad, volvía una vez más a desconocer la existencia, cultura y resistencia de los seres humanos que han ocupado esos espacios desde los tiempos inmemoriales. Se pronunciaba admirador de la abrumadora naturaleza mientras actuaba con desdén y menosprecio hacia los pobladores de esa naturaleza, su riqueza cultural y cosmogónica. Así se despedía del cargo presidencial Rafael Caldera, con un gesto de generosidad digno de la nobleza (quienes suelen ser generosos con la propiedad ajena).

El retorno de la abuela

Melina Merkóuri, hermosa como brillante actriz y activista política griega, ostentó, en los años ochenta, el cargo de ministra de cultura de la península helénica durante el sobresaliente gobierno de Papandreus. Su gestión la concentró en un propósito para nada baladí. Intentar la repatriación de los frisos del Partenón, emblemático templo de la época de oro del clasicismo griego, extraídos a principios del siglo XIX por un aristócrata inglés quien, sin oposición ninguna y aprovechando que Grecia estaba bajo dominio otomano —y probablemente estos pensaron que nada como destruir la memoria de un pueblo para subyugarlo con facilidad— se hizo de este tesoro que acabó siendo patrimonio del Museo Británico. (¿Y no son acaso los museos europeos las bóvedas de resguardo de todo lo considerado como trofeo de guerra?, ¿el producto de esa mala costumbre del invasor como lo es el saqueo?).

Fueron años de insistencia, y tenía razones para semejante postura. En 1986 no dudó en afirmar en Oxford que “deben entender lo que los mármoles del Partenón significan para nosotros: son nuestro orgullo, son nuestros sacrificios, son nuestro símbolo de excelencia más noble, son un tributo a la filosofía democrática, son nuestras aspiraciones y nuestro nombre, son la esencia del ser griego”. Todavía en los noventa tuvo una segunda oportunidad para continuar su lucha quijotesca. Nunca logró ver concretada su aspiración. Y, ojo, estamos hablando de Melina Merkóuri, actriz que llegó a ser una diva del cine, con todas las posibilidades de cobertura y consideración mediática.

Durante esos años ochenta, fui testigo de un caso similar. Frente al Museo de Historia Natural de Viena se instaló un grupo de pobladores originarios de México en vigilia permanente. Exigían la devolución de lo que ellos denominaban “El Penacho de Moctezuma” el cual, de acuerdo a algunos historiadores fue entregado por el propio Moctezuma a Hernán Cortez (El conquistador) para ofrecerlo como obsequio al rey Carlos I, como estrategia para ganar tiempo y organizar sus ejércitos a fin de enfrentar al invasor.

Pese a esta vigilia mantenida durante años, y a la petición permanente del gobierno mexicano de repatriación de ese objeto (incluso surgió la propuesta de intercambiarlo con la carroza dorada del emperador Maximiliano I localizada en el castillo de Chapultepec), la pieza continúa bajo el resguardo del museo austríaco, ahora con el pretexto de que un traslado podría dañarla dado su estado de conservación.

Pongo este par de casos, que sin duda son emblemáticos en materia de diplomacia cultural y que bien pudieran ser considerados como justa demanda bajo el principio de las reparaciones, aunque resultaron infructuosos, a pesar de que se dedicaron años y esfuerzo.

En Venezuela, a partir de 1999 y con el Presidente Hugo Chávez hubo un cambio radical en cuanto a las políticas de atención a los pueblos originarios, empezando por los capítulos incluidos a ese respecto en nuestra Carta Magna. En cuanto al tema de la Abuela Kueka, el propio Chávez, contrastando su posición radicalmente a la de Caldera, estuvo identificado desde un primer momento con la demanda de la comunidad de Santa Cruz de Mapaurí. De esta manera, el Estado venezolano asumió desde ese momento la tarea de concretar la devolución de la Abuela y su reubicación en su espacio natural.

Fueron años de negociaciones que al final, y a diferencia del caso griego y el mexicano, no cayeron en saco roto. Después de 21 años la abuela pudo regresar y con esto parece vislumbrarse, de acuerdo a la cosmovisión pemón, una posibilidad de recobrar el equilibrio perdido de la naturaleza a raíz de su extracción ilícita.

La acción de repatriación de la Abuela Kueka Pachí es un logro indiscutible de la Diplomacia Bolivariana de Paz y debe ser reconocido como un importante hito en materia de recuperación de la memoria histórica de los pueblos del mundo. Venezuela en su lucha contra el tráfico ilícito de bienes culturales y patrimoniales, es parte de la Convención de la Unesco de 1970 y cuenta con una  experiencia concreta de buenas prácticas como la devolución definitiva de una serie de artesanías prehispánicas que forman parte  del patrimonio arqueológico y cultural de Costa Rica.

Por otro lado está el ámbito de las “Reparaciones” que actualmente ha ido promoviendo la Organización de las Naciones Unidas como un reconocimiento a las víctimas de los diferentes holocaustos y acciones genocidas cometidas por los imperios invasores contra los pueblos del mundo. Y, aunque la extracción de la abuela no ocurrió durante ese período, creo que he sido bastante enfático en afirmar que la acción reedita las prácticas coloniales de tiempos pasados cuando los países imperialistas tomaban el patrimonio de los pueblos americanos y se lo llevaban sin atender a sus derechos ancestrales ni a acuerdos internacionales. Es una reparación porque es un acto de resarcimiento de una afrenta. Una acción  cometida sin consideración ni consentimiento, que originó una herida espiritual en la comunidad.

Y finalmente, y no menos importante, consideramos digno de destacar el hecho de que la repatriación de la Abuela Kueka haya ocurrido justamente en medio de acciones criminales, medidas coercitivas y bloqueo contra la República Bolivariana de Venezuela, además del desconocimiento de muchos países, entre ellos Alemania, del gobierno legítimo de Nicolás Maduro Moros. Es por lo tanto un logro diplomático y político y una brecha que se abre para debilitar las posiciones supremacistas y neocolonialistas de los Estados Hegemónicos y el nuevo imperio.

El retorno de la Abuela Kueka parece entonces ya venir anunciando tiempos mejores para los pueblos y nefastos para los conquistadores de siempre. La justicia y las acciones colocan en el lugar que le corresponde a ese eufemismo ostentoso y deplorable llamado la Conquista. El Abya Yala resurge en las almas de Nuestra América.

Ignacio Barreto

Egresado de la Escuela Superior de Música y Arte Dramático de Viena en las especialidades de Guitarra solista (1990) y Pedagogía musical (1989). Cursó estudios de musicología en la Universidad de Viena. Como intérprete ha actuado en escenarios de Venezuela, América Latina y Europa. En 1991 ingresa como investigador musical de la Biblioteca Nacional de Venezuela y actualmente ejerce allí el cargo de Director General. Ha publicado los libros: Teoría y Entrenamiento Musical, Conac, 1992 y El Análisis Armónico, Conac, 1995. Es el autor del capítulo de Historia de la Música en Venezuela de la Enciclopedia Venezuela Temática y la Multienciclopedia de Venezuela de la Editorial Planeta.  Además es autor de la música para diversas películas y obras teatrales. En 2013 la Editorial El Perro y la Rana publicó su primera novela El maleficio de la Duda.

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