El corona y la Corona
Tan alarmante o más que la propia pandemia del coronavirus Covid-19 es el hecho de que nunca se hable de su causa última, que no es otra que el especismo: la explotación, el hacinamiento, la tortura y la canibalización masiva de animales no humanos.
A pesar de precedentes tan graves como el síndrome de las vacas locas, la gripe aviar o la peste porcina, a pesar de que la industria cárnica es una de las principales responsables de la deforestación y del cambio climático, nos resistimos a ver que el especismo no solo es una aberración ética, sino un auténtico suicidio colectivo desde el punto de vista ecológico y sanitario. Las vacas, los cerdos y los pollos son las tres especies más —y más despiadadamente— explotadas por la industria alimentaria, y no es casual que cada una de ellas haya dado lugar a una catástrofe sanitaria reciente, en lo que se podría considerar una terrible forma de justicia poética.
Los biólogos llevan años advirtiendo de que un animal estresado es un vehículo idóneo para todo tipo de patógenos; por una parte, el estrés deprime el sistema inmunológico, lo que facilita la proliferación de virus y bacterias, a la vez que propicia las mutaciones; y, por otra parte, los animales estresados se rascan, se autolesionan, defecan incontroladamente, y todo ello contribuye a la dispersión de los gérmenes en el entorno. Y cuando ese entorno es un lugar atestado de humanos y no humanos, como un mercado de animales o una granja de explotación intensiva, la mutación de virus y bacterias y su propagación interespecífica es un riesgo permanente.
Independientemente de que fuera o no el pangolín el huésped intermedio entre el murciélago y el ser humano, o de que el mercado de animales de Wuhan fuera o no el foco inicial de la pandemia, los expertos consideran muy improbable que el virus pasara directamente de los murciélagos a los humanos (por no hablar de las teorías conspiranoicas) y creen que, con toda probabilidad, el reservorio intermedio del Covid-19 fue algún animal doméstico; y no precisamente una mascota, sino alguno de los animales que hacinamos, torturamos y devoramos de forma sistemática, sistémica.
Lamento profundamente el sufrimiento y las muertes que está provocando esta pandemia (y no solo por motivos altruistas, puesto que, por mi avanzada edad, formo parte de la población de riesgo); pero, en la medida en que es la consecuencia directa de un especismo tan extendido como despiadado, nos la merecemos, igual que nos merecemos el cambio climático, igual que nos mereceremos la extinción de nuestra especie si no tomamos medidas drásticas y urgentes para detener las actuales conductas autodestructivas. Y una de esas medidas, una de las más urgentes e importantes, es dejar de torturar, matar y devorar a los animales no humanos.
No son las vacas las que están locas, sino los humanos que se las comen.
¿Y qué tiene que ver lo anterior con la corona? Si hubiera que definir el nexo con una sola palabra, esa palabra sería «negación».
En psicología, se denomina «negación» al mecanismo de defensa por el cual una persona —o una colectividad— se resiste a aceptar determinados hechos o aspectos de la realidad cuya asunción la obligaría a cambiar de conducta. Si aceptamos que el consumo de productos de origen animal es una de las principales causas de la deforestación, del cambio climático y de las catástrofes sanitarias, no podemos comer carne sin sentirnos culpables. Y si aceptamos que el denominado «rey emérito» ha amasado una fortuna por medios ilícitos y es cómplice de los tiranos del norte de África y de Oriente Próximo, no podemos aceptar la monarquía sin sentirnos, cuando menos, estúpidos.
Se sabía desde hacía mucho tiempo que Juan Carlos Borbón elogiaba públicamente a Franco, uno de los dictadores más sanguinarios del siglo XX (¿qué pensaríamos si Angela Merkel elogiara a Hitler?), y que se había enriquecido desmedidamente, por no hablar de sus adulterios flagrantes y sus matanzas de animales de especies protegidas; pero hasta que sus delitos económicos no han sido denunciados por los medios de comunicación extranjeros, nadie —o casi nadie— quería darse por enterado.
Y ahora que la verdad ya es imposible de ocultar, relativizar o minimizar, entramos en la fase de la posverdad. Ya no se puede ocultar los hechos, los obstinados hechos, pero se puede mirar hacia otro lado. Juan Carlos Borbón dejará de salir en la televisión y en las revistas del corazón, y nos olvidaremos de él y de sus fechorías; y es probable, por tanto, que, cuando nos despertemos del sueño de la razón la corona siga ahí.
Esperemos que no ocurra lo mismo con el Covid-19. El rápido aumento del vegetarianismo y el antiespecismo en los últimos años es un dato esperanzador, como lo es la creciente implicación de las/os jóvenes en la lucha contra el cambio climático. Pero no podemos bajar la guardia ni un momento, no podemos descuidar ningún frente en la batalla por la preservación de la naturaleza; porque, de lo contrario, cuando nos despertemos el corona también seguirá ahí.
Escritor. Prologó la selección que publicó la editorial Bruguera de los relatos de la revista estadounidense The Magazine of Fantasy and Science Fiction. Es autor de El libro inferno (2002), Los jardines cifrados (1998) y El gran juego (1998), con el que obtuvo el Premio Jaén de Literatura Infantil.