¿Hacia dónde va la ciencia-ficción?
El año 2019 significa que estamos viviendo los tiempos de Blade Runner. En la película de Ridley Scott, de 1982, hay naves espaciales y cyborgs en Los Angeles, ciudad estadounidense donde en este momento no hay replicantes sino una lucha feroz en la boca de Hollywood, justo en estas fechas, lo que confirma el carácter bondadosamente mentiroso del arte.
La novela de Philip K. Dick (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?) fue la base de esta película protagonizada por Harrison Ford, una de las primeras novelas que leí de ciencia-ficción con conciencia de adentrarme en un género cuyo acercamiento más popular (y más personal, hasta ese momento) es el cinematográfico.
La consideración que tenía Dick de la película hecha por Scott basada en su libro era más que admirable, pues admitía que Blade Runner (y no su versión) “revolucionará nuestras concepciones de lo que la ciencia-ficción es y, más, de lo que puede ser”. ¿Lo hizo?
A su parecer, la ciencia-ficción, en la década de 1980, estaba muriendo de manera “monótona”, incluyéndose él mismo en el paquete. Califica a la película de “futurismo” (citando a Ford en una entrevista) y de “súper realismo”, tímidamente definiendo otros subgéneros dentro del vasto universo del género, pero dándole una impronta que seguramente, a su criterio, expandiría hacia nuevos horizontes.
La crisis del género en la literatura, verdadero fondo de la crítica que hace Dick a sus colegas, era una tesis compartida junto con otro escritor anticipatorio: el polaco Stanislaw Lem. El autor de Solaris rehusaba empaquetarse dentro de las cárceles del género, aunque se siente cómplice de haber dado de comer a la academia y el resto de autores con su obra llena de astronautas solitarios, tecnologías de insólita generación (donde ya existían smartphones e Internet) y alienígenas no antropomorfizados.
Lem atacaba abiertamente las revistas pulp y de entretenimiento estadounidenses con motivos de ciencia-ficción, pues traicionaban el camino trazado por Jules Verne y H.G. Wells, pero tampoco solía elogiar a los escritores soviéticos, a quienes juzgaba de banales. Llegó a decir, antes de morir, que “Harry Potter es el opio del pueblo” con una determinación satírica muy característica de sus muy borgianos libros Vacío perfecto, Magnitud imaginaria, Golem XIV y Provocación.
El polaco sí elogió a Dick, calificándolo de “visionario frente a charlatanes”. Efectivamente, muchos de los relatos y novelas del estadounidense siguen hablando de un presente que parece no conseguir término. El futuro parece ya estar aquí, ¿o es que nunca hubo pasado? Una de las visiones de Dick afirma que “El Imperio (romano) nunca terminó”.
En 2019 entendemos que Blade Runner es, entonces, una máscara para decir lo sucedido, lo que sucede y lo que puede (podría) suceder. El tiempo y sus conjugaciones.
La fuente Borges
Adentrarse en un género como la ciencia-ficción pareciera no ser camino fácil, sino más bien engorroso, con tantos universos y multiversos rondando por páginas y minutos de cine que uno no sabría por cuál empezar. Cada lector o espectador se crea una ruta particular, y cada biblioteca o filmoteca tiene unas coordenadas específicas.
En mi caso, llegué a la ciencia-ficción por Jorge Luis Borges. Aquellos ensayos, poemas y relatos que hablaban de Wells, de infinitos, de mundos y personajes que tal vez nunca existirán, fueron los primeros alicientes. La literatura fantástica es de hecho el germen de lo que pudieron imaginar posteriormente los grandes escritores del género en el siglo XX.
Borges prefería otros términos como “fantasía científica”, “imaginación razonada” o “literatura de anticipación”, que nos acercan a ese imaginar y pensar en el futuro en sus posibilidades societarias, políticas, intelectuales, tecnológicas, emocionales, algunas veces muy alejadas de este mundo. Pero muchos escritores tomaron esos motivos para hablar, sobre todo, de un presente muchas veces asfixiante, violento, absorbente. Esos eran los que más me interesaban.
De Borges también conocía una novela que él mismo calificó de “perfecta”: La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares. Aún hoy pocos recuerdan que esa historia escrita por un argentino medio aristocrático hace más de 60 años es la base para entender el final tan poco comprendido de Lost.
Crónicas marcianas también llegó a mis manos de la mano del argentino. Su prólogo fue uno de los grandes motivadores por los cuales no sólo leyera la conquista humana (típicamente supremacista y guerrerista) de Marte sino otras ficciones de Ray Bradbury como Farenheit 451 y otros relatos igual de conmovedores como siniestros.
Esto sin contar con algunos cuentos de su propia autoría que poco tienen que envidiar de Dick: “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y “Utopía de un hombre que está cansado”. Sin embargo, decía que detestaba la ciencia-ficción, aunque no podía desdeñar su influencia en el mundo fantástico y metafísico que construyó con sus obras.
Otros caminos por recorrer
Las referencias que uno consigue en las páginas que recorre son muchas veces asimiladas, como en los casos mencionados, pero nada cimenta más una relación con un libro que cuando pasa de una mano a otra, en señal de recomendación. Así conocí un tomo de relatos de Theodore Sturgeon, Regreso, de la mano de un ex jefe de redacción de una revista cuyo nombre quiero olvidar.
De ahí a Más que humano, una de las novelas más emblemáticas de la ciencia-ficción (según la revista Locus), fue un salto bastante fácil de hacer. Eso me permitió pasar otras alcabalas más rigurosas como Isaac Asimov, cuya obra es inmensa pero que puede comenzarse por la llamada Trilogía de la Fundación, nada parecido a lo leído antes.
Ya la cosa empieza a empantanarse si se mencionan los libros que uno conoció por las películas. Dune de Frank Herbert (por la homónima hecha por David Lynch), Yo, Robot de Asimov (gracias a la película protagonizada por Will Smith), Solaris de Lem (la película de Andréi Tarkovski fue mi primera referencia).
Esta última novela realmente logra lo que las tres versiones cinematográficas no: una profundización en las contradicciones entre el hombre, la tecnología y lo desconocido codificado de tal manera que no puede ser asimilable por la humanidad. La crítica de la razón instrumental como está definido desde hace unos dos siglos en los cenáculos científicos es uno de los grandes temas del polaco que poco o nada hablan los demás directores en sus películas.
Leer un libro de ciencia-ficción resume otros caminos de interpretación, sensibilidad y catarsis diferentes a la espectacularidad del cine. El ojo no es el mismo a la hora de recibir e interactuar con imágenes verbales y audiovisuales. Las posibilidades del género también devienen dependiendo de cómo se experimente la ficción. La forma, aquí, contiene sus fondos.
Esto lo pude comprobar cuando leí Picnic junto al camino de los soviéticos Boris y Arkadi Strugatsky luego de haber visto Stalker de Tarkovski; así como 1984 de George Orwell con respecto a lo hecho por Michael Radford; y 2001: una Odisea espacial de Arthur C. Clarke luego de ver la película de Stanley Kubrick. La explicación del porqué los monos al principio y las “alucinaciones” de nuestro protagonista al final quedan más claras con el autor de Cita con Rama y El fin de la infancia, deudora en gran parte –dicen– de Más que humano.
De igual forma que conocí la obra de Sturgeon, llegó Ursula K. Le Guin: bajo recomendación personal. Desde entonces, algunos relatos de su autoría como Los desposeídos y La mano izquierda de la oscuridad son ineludibles en mis conversaciones sobre ciencia-ficción.
Retos futuros en el barroco americano
Hemos mencionado sólo títulos anglosajones y europeos, de los más reconocidos en ese espectro un poco ignorante que llaman “cultura general”. Los estadounidenses suelen ser los más nombrados porque han promocionado con mayor fervor y promocionado el género de ciencia-ficción, mucho más que otros pueblos.
En una mesa sobre el género no deben eludirse a Fritz Leiber (bajo parodia del Manifiesto Comunista) y Walter M. Miller Jr. (Cántico por Leibowitz), pioneros en convertir una era posnuclear en una crítica melancólica y profunda del estado global del siglo XX.
Los clásicos del cyberpunk también son anglosajones, con William Gibson (Neuromante), Bruce Sterling (Cismatrix) y el abuelo generacional de aquéllos, Alfred Bestler (El hombre demolido), en la cabecera del subgénero, uno que no se ha cultivado en las últimas décadas con talento diferencial siendo el que tiene más relación con la singularidad tecnológica presente a través de la vida 2.0.
Hoy, la ciencia-ficción es menos cultivada que hace unas tres o cuatro décadas, al menos. La literatura de fantasía ha colmado todos los mercados editoriales, y aunque muy buenas producciones se han dado en ese sentido, algunas ya históricas que trasvasaron formas (Juego de tronos en la cima), no tiene el mismo componente a veces pesimista y decididamente mucho más reflexivo de las tecnologías del poder en el presente que se suele dar en las “fantasías razonadas” de los siglos XX y XXI.
Para el público en general, la ciencia-ficción se “consume” de manera cinematográfica con obras de marcado carácter espectacular-comercial, pero también las hay sumamente críticas tanto del presente como del futuro anunciado (pienso en Matrix de las ahora hermanas Wachowsky, Hijos de hombre de Alfonso Cuarón, Distrito 9 de Neill Blomkamp).
En nuestra lengua, el género ha tenido distintos derroteros, muy esporádicos en el siglo XX, más organizados en el siglo XXI, que no terminan de dar un salto que catapulte este tipo de narraciones a la zona del reconocimiento literario en español. Salvo Borges y Bioy, dentro del campo literario, nada es recomendable en términos de ciencia-ficción, visto como un género menor a estas alturas del partido.
No lo fue así para el argentino Leopoldo Marechal, quien en 1966 ya versaba en torno a robots. O para el venezolano Luis Britto García, quien en Rajatabla (1970) había publicado un cuento titulado sencillamente “Futuro”. La argentina Angélica Gorodischer, apadrinada por Le Guin, tiene algunos cuentos y novelas cortas interesantes que rondan entre la ciencia-ficción y la fantasía.
En Venezuela, más allá de algunas narraciones, muy singulares, de Fedosy Santaella, Jorge Gómez Jiménez y José Urriola, no hay nadie que cultive una consistencia parecida a la de Doménico Chiappe, peruano de nacimiento, a través incluso de la transmedia. Jorge de Abreu y Susana Sussmann son más conocidos como divulgadores y promotores del género que como escritores, aunque comenzaron sus vaivenes en el mundo literario desde los teclados.
Por suerte, en Cuba conseguí una antología “de la nueva ciencia-ficción latinoamericana” con el título Qubit, de 2011. Allí logré conocer un poco de cada país latinoamericano y caribeño. Porque la ciencia-ficción, sí, se escribe en Uruguay, Puerto Rico, El Salvador, Brasil, Panamá, México, Honduras, Ecuador, Colombia, Bolivia, Chile. De igual manera existe un sinfín de revistas electrónicas web en español, casi por país, que pueden consultarse con lo último en producción literaria.
Las vicisitudes del presente dan a la ciencia-ficción nuevas posibilidades en torno a su expresión, sus discursos y sus enfoques particulares. América Latina y el Caribe están brindando un escenario digno de análisis para los tiempos venideros, que no parecen tan luminosos con los Bolsonaro, Macri, Moreno y Duque de la región. Sin lugar a dudas es un caldo de cultivo para creaciones que estimulan no sólo un nuevo territorio de los sentidos futuros, sino en el campo intelectual que resiste el envite de un mundo ¿listo para una última y definitiva guerra mundial? Es posible que más de un barroquismo se materialice sobre la Venezuela crítica del siglo XXI en los próximos años.
Lo seguro es que acaba de nacer 2019, donde no hay naves voladoras en las calles de Caracas, Fráncfort o Pekín pero sí está Donald Trump en la presidencia de los Estados Unidos. Pues existen distopías para todos los colores.
Estudió Letras en la Universidad Central de Venezuela, sin embargo se ha dedicado más a trabajar y colaborar para distintos medios de comunicación y revistas literarias impresos y digitales que a la vida académica y la edición de libros. Publicó Bevilacqua (2013) con la editorial artesanal El Caracol de Espuma, y con la Fundación Editorial El perro y la rana la edición digital de Triamento (2017), ambos libros de versos. Actualmente forma parte del equipo de investigación y análisis Misión Verdad.