El eterno problema de la corrupción en América Latina
La corrupción atraviesa transversalmente a la política latinoamericana. Es una vieja lacra, de tal manera que a los débiles y venales gobiernos centroamericanos de principios del siglo XX, caracterizados como fácilmente sobornables por parte de los inversionistas extranjeros, se les caracterizó como Banana Republics y, hasta el día de hoy, es el término peyorativo con el se nombra cualquier chambonada gubernamental propia de estados de opereta.
Pero la corrupción no es patrimonio exclusivo, ni mucho menos, de los gobiernos centroamericanos, ni ha quedado relegada a esos primeros años del siglo XX, cuando generales y coroneles se enseñoreaban en el poder del Estado y gobernaban patriarcalmente su país como si fuera una gran finca.
No es patrimonio, tampoco, de corriente política u orientación ideológica específica. Concebir al Estado como botín parece ser, desgraciadamente, una tendencia que se repite por doquier. Entendemos que muchos se hacen eco de aquel dicho mexicano que clama: “a mi no me den, pónganme donde haiga”, confiando en las propias fuerzas y habilidades para hacerse un patrimonio a costas de marrullerías.
No se trata, tampoco, de acceder a un puesto necesariamente en la cabeza del gobierno; basta con que se tenga un pequeño espacio, un “lugarcito” en donde hacer gala de las dotes cleptómanas, como aquel alcalde de un pueblo perdido que retrata magistralmente la película “La ley de Herodes”. Es decir, cada quien en su lugarcito haciéndose su pequeño capital, asegurándose el futuro, viendo cómo costearse “algunas comodidades”.
De ahí la celebración del vivazo, del pícaro, del tipo “que se la juega”; del que logra burlar los controles, inventa estratagemas para despistar y es ambicioso. Los que no son ambiciosos son tontos, bobos, dormidos; los que no están en nada. La vida no da oportunidades dos veces, y cuando una pasa al frente hay que agarrarla a como dé lugar, no desperdiciarla, montarse en el tren y salir pitando, que los demás se hagan a un lado.
Se supone que la izquierda parte de preceptos distintos. Sus expresiones más radicales, o “consecuentes”, como se decía allá por los años setenta, tienen entre sus referentes históricos figuras como el Che Guevara, que pusieron a la ética en el centro de su pensamiento y su propuesta. Viendo los entuertos de todos los matices de la izquierda latinoamericana actual, la ética guevariana ascética, implacable, llevada a todos los extremos de la vida, pareciera pertenecer a otro planeta.
En muy buena medida por eso es que Pepe Mujica es visto como bicho raro. Fotografían a la perra coja; a la Topolansky tendiendo la ropa en el patio; los sillones desvencijados de la sala; el escarabajo Volkswagen tosiendo por el camino de tierra que lleva a la pequeña chacra donde vive.
¡Qué lejos está Mujica del exvicepresidente argentino Amado Boudou que fue arrestado el viernes 3 de noviembre pasado! Y no porque haya robado o no, pues eso debe probarse aún en tribunales, sino por el estilo de vida. Sale esposado y sonriente de su apartamento en uno de los rincones de más tupé de Buenos Aires, Puerto Madero, en donde viven “los de la guita”, a los que les ha ido bien o, al decir de los mexicanos, los que fueron puestos donde había.
Uno puede comprender los errores políticos; las medidas económicas erradas; los desaciertos personales; a veces la prepotencia y tantas otras cosas que pueden ser atribuibles a errores humanos, inexperiencia, buena voluntad sin sustento o cualquier otra causa que pueda ocurrírsenos. Pero meter la mano en el arca, aunque esta esté abierta, puede ser que lo haga el justo, pero no el político que se reivindica como de izquierda. Eso es imperdonable.
Escritor, pintor, investigador y profesor universitario de origen guatelmateco con residencia en Costa Rica. Participó en el consejo de redacción de la revista de análisis político cultural Ko’eyú Latinoamericano. Actualmente es presidente de la Asociación por la Unidad de Nuestra América (AUNA-Costa Rica) y dirige la revista Con Nuestra América.