La palabra “intelectual”
El término “intelectual”, en su acepción moderna, fue introducido por Georges Clemenceau en 1898 para aludir al grupo de escritores, científicos, profesores y artistas que firmaron un manifiesto en apoyo de Émile Zola tras su famosa carta abierta al presidente de la república francesa, Yo acuso, en relación con el caso Dreyfus. En un memorable artículo publicado en el diario L’Aurore, Clemenceau se refirió a los firmantes del manifiesto como “esos intelectuales que se agrupan alrededor de una idea y se mantienen inquebrantables”, y desde entonces el adjetivo sustantivado se utiliza para designar a quienes se supone que utilizan las herramientas de la cultura de forma crítica y creativa. Lo cual es mucho suponer, pues, hoy por hoy, la mayoría de los supuestos intelectuales, lejos de ejercer una crítica creativa y transformadora, ponen sus herramientas al servicio de un poder al que le resulta más fácil comprarlos que reprimirlos.
“Los intelectuales somos como las putas, vivimos de gustar y nadie quiere dejar de hacerlo aunque tenga que arrastrarse por el fango”, decía recientemente Fernando Savater, y por una vez hay que darle la razón (sin más que eliminar el adverbio “como”), sobre todo en su utilización de la primera persona, pues él mismo es el mejor ejemplo de intelectual prostituido, dispuesto a arrastrarse por donde sea con tal de gustarle al poder y obtener “el puto estipendio que le ofrecen a cambio de su puta compañía”, como diría Quevedo.
Y, por desgracia, Savater no es un caso aislado. A finales del siglo XIX, el injusto encarcelamiento de Dreyfus indignó y movilizó a Zola, Clemenceau, Gide, Proust y otros prestigiosos intelectuales, que se agruparon alrededor de una idea y se mantuvieron inquebrantables, y esa idea era la denuncia de las mentiras y los abusos del poder. Y hoy, a comienzos del siglo XXI, los intelectuales se pronuncian por cientos ante las supuestas irregularidades del referéndum catalán, pero callan como putas (ellos sí que merecen ese nombre y no las honradas trabajadoras del sexo) ante la brutalidad policial y el encarcelamiento de dos pacifistas. Y aunque sea abusivo llamar “intelectuales” a poetastros canoros como Serrat y Sabina, muchos de los que se han pronunciado a favor del poder y han callado ante sus intolerables abusos son “creadores de opinión” y supuestas cabezas pensantes, lo que los convierte en auténticos traidores. No al independentismo, con el que es perfectamente lícito estar en desacuerdo; no al Govern, al que se puede y se debe criticar todo lo que haga falta: a quienes traicionan los “intelectuales” que venden al poder su voz o su silencio, es a las personas apaleadas por intentar expresar su opinión, a los presos políticos, a quienes denuncian la continuidad del franquismo…; a la verdad y a la justicia, en última instancia. Esos traidores también se agrupan alrededor de una idea y se mantienen inquebrantables; solo que su idea fija es gustar al poder y a las mafias mediático-culturales que los alimentan, aunque sea a costa de arrastrarse por el fango. Han conseguido vaciar de sentido la palabra “intelectual”, del mismo modo que sus amos han vaciado de sentido la palabra “democracia”.
Escritor. Prologó la selección que publicó la editorial Bruguera de los relatos de la revista estadounidense The Magazine of Fantasy and Science Fiction. Es autor de El libro inferno (2002), Los jardines cifrados (1998) y El gran juego (1998), con el que obtuvo el Premio Jaén de Literatura Infantil.